"Las figuras de nuestra extrema derecha carecen del mínimo carisma, están desprestigiadas o no parecen dispuestas a saltar a la política activa" ,El apoyo de Keiko Fujimori al proyecto de reforma del Ministerio Público lanzado por Martín Vizcarra —una movida judicial que intenta limpiar la imagen de obstructora de la justicia que la tiene en prisión preventiva— ha terminado de abrir las compuertas para la fuga masiva de algunos de sus valedores más decididos. Luego de aplaudir cada una de sus acciones, ahora la llaman cobarde, traidora o vendida, mientras aseguran que en verdad nunca encarnó un verdadero liderazgo conservador. Estas personas forman un bolsón radical que, como recuerda José Alejandro Godoy, alcanzó mucha notoriedad y poder durante el segundo gobierno de Alan García. Creen que izquierdistas y liberales son una amenaza para la vida en la tierra, anhelan la aparición de un líder con las características de un Donald Trump o un Jair Bolsonaro y defienden unas posturas de extrema derecha que no son nuevas en el Perú. No es casualidad que nuestro país alumbrara al partido fascista más importante de la América Latina de los años treinta —la Unión Revolucionaria, fundada por Luis Miguel Sánchez Cerro y continuada por Luis A. Flores— o que tanto Sánchez Cerro como su sucesor, Óscar R. Benavides, defendieran desde la presidencia las ideas reaccionarias de Mussolini. Al fascismo peruano lo respaldaron algunos de los intelectuales más conocidos de su tiempo, como Raúl Ferrero Rebagliati, Carlos «Garrotín» Miró Quesada o José de la Riva Agüero, y contó con la adhesión de escritores, banqueros y trabajadores del campo. Si uno revisa la historia, comprobará que hay una evidente continuidad entre los planteamientos promovidos por estas personas y el discurso de los periodistas, operadores y políticos de nuestros días, que admiran a Trump y Bolsonaro. La gran diferencia estriba en la asombrosa solidez intelectual de aquellas personas, adscritas a una corriente política que tuvo un enorme predicamento en su tiempo, frente a la triste precariedad argumental de sus herederos, que insisten en apoyar y promover un discurso anacrónico, que ha demostrado hasta el hartazgo sus nefastas consecuencias. La construcción de esta alternativa enfrenta varios problemas. El primero es la aparición de un liderazgo como el que arrastró al electorado en Estados Unidos y Brasil. Las figuras de nuestra extrema derecha carecen del mínimo carisma, están desprestigiadas o no parecen dispuestas a saltar a la política activa. Pero no es el único. Aunque ahora la acusen de felonía y de no ser una ultraderechista químicamente pura, Keiko Fujimori cumplió aplicadamente buena parte de sus recetas. Ahí están el ejercicio beligerante e irreflexivo del poder, planteado como una permanente demostración de valor y decisión. El desprecio por las instituciones y por el diálogo. El discurso polarizante, que convertía a cualquier crítico en terrorista. Las leyes populistas como única herencia de su comando del Congreso. O la alianza con los sectores más rancios y conservadores de nuestra sociedad, encarnados en líderes religiosos como el cardenal Juan Luis Cipriani o el pastor evangélico Alberto Santana, agrupados en el colectivo «Con mis hijos no te metas». ¿Cómo desligarse de la imagen que deja Keiko, tan desprestigiada por su lamentable desempeño al frente de la oposición y por su implicancia en una investigación por corrupción que, además de suponerle la prisión preventiva, reveló los verdaderos motivos y formas de su actuación pública? Difícil tarea, que solo un iluminado se atreverá a emprender.